28 de noviembre de 2018

Diciembre nunca falla.

Siempre vuelve. Disimuladamente; sigilosamente, como ese adolescente que entra a deshoras a casa, con nocturnidad, premeditación y alevosía. Diciembre ya domina y me ayuda, de nuevo, a sonreír sin cargo de conciencia. Como la primera vez.

Noticia inaguantable en nuestros labios, en nuestros ojos; incontrolable en nuestra piel. Porque hasta entonces  todo era tristemente claro. Porque desde entonces, todo fue una bendita confusión: la sonrisa dejó de ser causa para ser consecuencia, en aquella firme aspiración de feliz normalidad; y la tristeza empezó, así, a avergonzarse, a notar su incómodo lugar, a saberse el comensal que todos miran porque no está invitado al banquete.

Tras la muerte de Samuel en septiembre, en diciembre supimos que Paola crecía en su madre. Imaginen entonces qué confusión más bonita, más necesaria, fue aquello. Qué de lagrimas brotaron ese mes; algunas, claras; otras, espontáneas; otras, alegres; otras, tristes y las que más, sin saber claro por qué.

Añadan a ese cóctel, también, que tres diciembres después supimos que Martín sería también de los nuestros.

Así es entonces diciembre, dos veces diciembre.

Sábado 1 de diciembre de 2018

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