10 de septiembre de 2020

Diez años del día 10.

Hoy me apetece contar cómo fue aquel verano compartido. 

El 25 de junio nació Samuel, 2010 era el año. Estuvimos ingresados en el Hospital Macarena unos 4 ó 5 días, hasta que los médicos vieron el momento de trasladarlo a la UCI de Neonatos del Hospital Virgen del Rocío. El traslado fue al mediodía, en ambulancia él, yo en coche, con mi hermano, persiguiéndola por calle Torneo, Arjona, Paseo Colón, Las Delicias, La Palmera y girando a la izquierda hacia el Hospital. Recuerdo aquella persecución con mi hermano perfectamente. Puedo revivirla sin problemas. Recuerdo, sobre todo, mi intranquilidad y los silencios. Samuel en la ambulancia, bien cuidado claro, pero separado de mí. ¿Qué nos esperaba?

La UCI del Virgen del Rocío estaba llena de grandísimos profesionales, desde enfermeras y auxiliares a médicos. El plan era ponerle su medicación diaria, ver que Samuel respondía con estabilidad en sus constantes, plantear con el cirujano el momento óptimo de la operación y el camino hacia ella, y marcharnos a casa. Y así fue. Unos días después, supongo que unos 8 ó 10 tras el ingreso, nos fuimos a casa. 

Ya solo teníamos un plan: disfrutar de Samuel, claro, pero sobre todo que Samuel disfrutara de sus padres. Ofrecerle nuestra mejor versión. Merecía más que nadie unos padres felices y plenos. Fue una gran decisión. Era principios de un julio muy caluroso, muy parecido al de este año. Nos puteó aquello. Pasamos muchos días encerrados saliendo solo rondando la medianoche, buscando el fresquito que nunca aparecía. Claro que hubo momentos de agobio. Muchos. Todos tenían que ver con el miedo y la incertidumbre que nos acecharía. Pero también hubo mucha normalidad, muchas sonrisas, mucha felicidad.

La segunda quincena de agosto vino con nubes menos claras, con monstruos acechando en el armario, esperando momentos de debilidad. Volvimos al hospital. Samuel fue ingresado, en planta primero, y en UCI después. La mañana del 1 de septiembre sería la operación. Todo estaba hablado y preparado. No era el plan inicial, era pronto para operar, sobre todo por el poco peso de Samuel, pero ya era muy peligroso retrasar el día de la intervención, porque por mucho que fuese retrasada no ganaría peso suficiente que diera más posibilidades de éxito en quirófano. Sin embargo, no pudo ser. El día 1 amaneció Samuel con fiebre y no se daban por tanto las condiciones idóneas, así que se retrasó todo. Sin fecha en principio, quedó finalmente planificada para el día 8.

El calendario no entiende de nada. Sigue su curso siempre, de manera constante e imperturbable. Eso dicen. Aquella semana, sin embargo, parecía que no corría ningún reloj, que las hojas del calendario se agarraban a la pared sin intención alguna de morir arrancadas. Era temor de que alguna fiebre nueva apareciera o cualquier otro síntoma que no permitiera la intervención, que no ofreciera la oportunidad a nuestro hijo de que su corazón fuera corregido para siempre. Afortunadamente, todo fue relativamente bien. El día 8 llegamos temprano al Hospital para dar un besito a Samuel antes de su entrada en quirófano y para recoger nuestra dosis positiva, para recoger ánimos, fuerza y paciencia. Porque teníamos miedo. Miedo e impotencia. Pánico a lo incontrolable, a lo que no está en tus manos. 

La operación duraría aproximadamente 5 horas, pero no fue así. Se alargó eternamente. Fueron unas 8 ó 9 horas en quirófano, sin noticia alguna, hasta que fuimos llamados. Me temblaban las piernas subiendo la escalera. Me agarraba fuerte a la mano de mi mujer, sintiendo que de su mano no podríamos recibir malas noticias. Mi mujer, mi amor, mi escudo. El doctor nos explicó las complicaciones: tras corregir la malformación, tras volver a conectar todo y permitir de nuevo que la sangre circulara por el corazón reformado, todo "se rompió" lamentablemente. Por decirlo vulgar y literalmente;  saltaron las costuras. Tuvieron entonces que reoperar a Samuel. Empezar de nuevo. Vaciar el corazón de sangre, descoserlo y volverlo a coser. Samuel resistió. Samuel tenía los cojones muy gordos y muchas ganas de vivir. 

El posoperatorio fue bien. Muy bien, incluso. El cirujano, el doctor Hosseinpour, salió a buscarnos para contarnos las buenas noticias: habían incluso quitado algunas medicinas a Samuel, que ya era capaz de ir respondiendo solo, sin ayuda de fármacos. Mi mujer y yo cenamos esa noche tranquilamente en el Sloopy de Reina Mercedes. Cansados. Con felicidad contenida. Una cena de charla y miradas. De caricias. De manos entrelazadas. De sonrisas tímidas. No era felicidad definitiva, simplemente vivíamos el momento.

El día siguiente, 9 de septiembre, llegamos de nuevo temprano, para la primera visita de UCI. Allí empezamos a notar situaciones raras. Volvían medicinas que ya habían sido quitadas. Volvían pitidos, luces intermitentes, médicos intranquilos, enfermeras con gesto serio ante nuestra necesidad de saber. No encontrábamos miradas cómplices en aquellos ojos huidizos de quien intuye más de lo que debe decir. El día fue duro. Muy duro. Porque era ese día en el que ves que todo se desmorona, y ni quieres creértelo ni puedes hacer nada. Por la noche, una doctora que hacía guardia nos dijo que la situación estaba realmente complicada, que nos fuéramos a casa, pero que no apagáramos el móvil. Aquella frase fue un puñal directo. Fue una noche larga, de mucho techo, de mucho reloj de mesita de noche. 

Cuando llegamos el día 10, tal día como hoy hace 10 años, nos encontramos por el camino al Dr. Hosseinpour. No se explicaba qué estaba pasando y quedó en que nos daría una explicación cuando la tuviera. Mientras... el día pasaba. Teníamos cada vez más seguridad y menos esperanza. Y en la visita del mediodía llegó la certeza. A Samuel le habían puesto un calentador de aire. La experiencia nos decía que era el último paso antes de la muerte. Además, mientras estábamos con él, saltaron todas las luces y alarmas de sus máquinas. Nos sacaron de la UCI, consiguieron estabilizarlo y un doctor nos llamó a su despacho: "Samuel no va a salir de esta". Frase literal. Solo logré preguntarle si podríamos donar algún órgano. Hubiera sido maravilloso para nosotros. Pero tampoco pudo ser. Le dimos las gracias y salimos a abrazarnos con nuestra familia. Al rato hablamos con el docto Hosseinpour largo y tendido. Nos contó que Samuel tenía una segunda cardiopatía, camuflada en los síntomas de la primera, una cardiopatía por sí misma muy grave y mortal. Y nos puso en el camino correcto para la remontada. Ya solo quedaba que la vela se apagara, que su corazón dijera basta.

Y así fue. Samuel nació el viernes 25 de junio a mediodía y murió el viernes 10 de septiembre de 2010 a mediodía. Once semanas exactas. Una vida resumida en 77 días. ¡Cuánta injusticia! Llanto, rabia, dolor, tristeza, nostalgia, orgullo, todo envuelto en un amor que crecía casi sin darnos cuenta.

Fuimos tremendamente felices con él y estuvimos a la altura de lo que la situación requería. Gracias, siempre, a nuestra gente necesaria. Y en parte también, por supuesto, a cada mensaje de ánimo, a cada gesto de cariño recibido. Todo sumó mucho. Todo fue muy valioso. 

Samuel nos hizo diferentes, mejores, y nos dio mucho en qué pensar. Espero pasear conmigo, siempre, dignamente, su memoria.

Sé que vivirá siempre que alguien lo recuerde. Y ese, solo ese, es el sentido de estas líneas: que siga viviendo en mí y en cada uno de vosotros.

Disfruten, amen y sientan. No hay más.


Jueves 10 de septiembre de 2020