Vino a buscarnos a la sala de espera. Nos sentó en su despacho. Tenía claro que Samuel moriría por la tarde. Tenía que comunicárselo a sus padres. Y lo hizo.
Nosotros ya lo sabíamos. Cuando tu hijo se muere, en el fondo, tú lo sabes, no necesitas un médico que te lo diga. Quizás lo sepas y prefieras equivocarte, engañarte o confundirte. Pero en el fondo ya lo sabes. La muerte se ve.
Charlamos un rato. Y nos ayudó. El cirujano que no pudo corregir la malformación en el corazón de nuestro hijo si dio con la tecla para evitar contaminaciones en el corazón de sus padres.
Supo darnos la peor noticia de nuestra vida. Lo hizo con la dureza y solemnidad que requería el momento, pero empatizando. Sin dulzuras que sobraran. Sin eufemismos potencialmente malinterpretables. Sin generar más dolor del necesario. Lo hizo en su justa medida; todo en su justa medida.
No sé cuánto tiempo estuvimos. Quizás media hora. Quizás una hora completa. No lo sé. Pero nos dio el punto de partida para arrancar. Supo calmarnos. No es fácil calmar a unos padres de un hijo agonizante. No era fácil calmarnos a nosotros.
Ya nos despedíamos. Nos dijo que volviéramos a charlar con él cuando la pesadilla fuera menos pesadilla, cuando el tiempo nos ayudara a ver las cosas con menos lágrimas en los ojos. Aún no lo hemos hecho. No sé si lo haremos.
- Mucho ánimo. Tenéis una familia maravillosa, no hay más que verlo. Sois jóvenes y podréis salir de esta pesadilla. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos?
- Casi 14 años - contesté.
- ¿Pero cuántos años tenéis?
- Treinta y uno...
Entonce él sonrió. Mi mujer sonrió. Yo sonreí. Sonreímos todos.
Los tres confiábamos en el amor. Los tres teníamos claro que el amor es la única fuerza que puede con la tristeza, que el amor es el punto de partida de todo.
Gracias por todo, doctor.
Lunes 9 de abril de 2012