10 de septiembre de 2019

Hace nueve años

Hace ya nueve años que murió mi hijo, mi primogénito, mi enano, mi Samuel. Fue un día de calma, paz y mucha tristeza. Hoy, precisamente hoy, el recuerdo nos trae también los mismos sentimientos aderezados con diferentes matices cualitativos, que no cuantitativos. Hoy lo vivimos todo de la misma manera: con calma, paz y tristeza. 

Afortunadamente, no todo tiene la particularidad de avanzar a la misma velocidad que el mundo gira. Hay sentimientos que quedan pendidos de las estrellas, anclados en algún lugar del firmamento, y por tanto, a salvo de las vueltas de la vida, de la obligación de olvidar, de la mala costumbre de no recordar porque no sabemos en qué lugar de la memoria los pusimos (quizás porque los guardamos en el alma y ahí no sabemos buscar). Precisamente, exactamente esos, son los sentimientos que tiene un padre, los sentimientos que tiene una madre hacia su hijo. Un cariño desmedido, un amor inmedible, que permanecerá siempre en el lugar exacto, certeramente ahí, donde se ancla la primera mirada, el primer beso, el primer aroma de vitalidad, responsabilidad y miedo (disfrazado de incertidumbre) que te desbordaron en los primeros días del resto de tu vida. 

Hoy, diez de septiembre, vuelco la vista a aquellos días de penumbra y aún me emociono viendo la entereza de mi mujer, su capacidad para tirar de mí, para colocarse frente a la vida y caminar, para ir encontrando colores entre tanta negrura, para ser mi ejemplo más firme y admirado, para tener una triste sonrisa preparada para mí, un abrazo reparador, una mirada hacia el futuro. Mi motivo, sin duda, para dar un paso tras otro. Te debo todo. 

Vaya un beso fuerte para ti, hijo mío, desde mi pecho hacia tu recuerdo. Vaya todo mi amor para ti, esposa mía, y mi admiración, como la de mi gente, que sé que la tienes... te quiero tanto... 

Qué no daría yo por empezar de nuevo. 

Martes 10 de septiembre de 2019