27 de septiembre de 2010

Ya teníamos recuerdos que estaban por venir...

Hace dieciocho días que un médico nos sentó y mirándonos de frente nos dijo, literalmente: "Samuel no va a salir de esta." Mi mujer y yo apretamos nuestras manos entrelazadas. Sin lágrimas. Tranquilos. De pronto, volvíamos a ser dos, aunque ya la vida nos había cambiado para siempre.

Cuando uno decide tener un hijo, la responsabilidad es máxima. Debe hacerlo sabedor de que, improbablemente, puedan surgir complicaciones. Las probabilidades son mínimas, pero son, pero están ahí. Y a nosotros nos tocó vivir las dos partes de la paternidad: la maravillosa y la desgarradora.

Dos meses y medio maravillosos. Sencillamente impresionantes. Tu hijo se convierte, de repente, en todo. Da sentido a tu vida. Da igual las horas de sueños. Da igual tu aspecto, da igual que la casa esté recogida o que el coche tenga más mierda que nunca. Da igual todo. Tu hijo primero y después tu hijo. Los dos meses y medio mejores de nuestra vida.

Pero un día, un doctor te llama. Te sienta en su despacho y te dice sin rodeos que tu hijo morirá por la tarde. Que la medicina no puede hacer nada por él. Ahí los sentimientos se rebujan. Simplemente son demasiados. Rabia, impotencia, enfado, incomprensión, miedo... y tristeza. Tristeza por saber que la vida ha sido injusta con tu hijo primero y con nosotros después. Tristeza por saber que nunca más volverás a olerlo, a escucharlo, a dormirlo en tu pecho, a calmar su llanto cantándole aquello de "estaba el señor Don Gato". Tristeza por lo que te queda por vivir, por no vivir, mejor dicho. Tristeza por saber que todas tus preguntas quedarán, para siempre, irremediablemente, sin respuestas.

La gente dice que el tiempo todo lo cura. ¿A que no comadre? ¿A que no? Esto es incurable. El tiempo te enseña a vivir tristemente. El tiempo te enseña a aparentar serenidad, a guardar las formas, a sonreír forzadamente, a vivir sin aire en el pecho. A todo eso te enseña el tiempo. El paso de los minutos te permite vivir, pero no te cura la herida. Te permite aceptarlo, reinventarte y luchar.

Todo ha sido, es, demasiado fuerte para poder digerirlo. Todo ha sido y es demasiado fuerte para nosotros, si no fuera por la ayuda prestada. Todo sería imposible sin nuestra gente necesaria, sin nuestros padres primero, que nos dieron esa templanza, sin nuestros hermanos y cuñados después, que nos permitieron sentir compañía en la más mísera de las soledades, sin nuestros tíos y primos, entendiendo a la perfección su importante papel secundario, y sin nuestros amigos, esos que siempre están ahí miremos para dónde miremos.

Nos faltarán años en vida para agradecer tanto apoyo y cariño, tanta compañía, tanto amor.

"... y si a la vida le da por malherir
a mi me da por hablarle de ti".
Martín Lucía, 2010.
Lunes 27 de septiembre de 2010

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