Una vida no suple a otra. Una hija no sustituye a un hijo. La felicidad de un nacimiento no apaga la tristeza de una muerte. No la apaga y tampoco, siquiera, la matiza.
La muerte duele igual antes que ahora porque es igual de innecesaria, de cruel, de desgarradora. El pasado es tan feliz y triste como antes, porque es eso, pasado, y como tal está acabado. El presente, sin embargo, sí cambia. Porque sí es verdad que parte de la ausencia de Samuel es llenada con la presencia de Paola; porque sí es verdad que cuando ríes por Paola no lloras por Samuel.
Sin embargo, todo tiene sus tonalidades. Porque hay más, mucho más. Alegría, tristeza y mil y un sentimientos que afloran impermisivamente. Y es que todo es muy difícil de explicar. Si ya los sentimientos conocidos no saben de letras que los representen, imaginen los sentimientos desconocidos, sentidos con mayor fuerza aún, si cabe. Estos están incluso atrincherados, enfrentados, con el diccionario. Y lo más que uno llega a comprender es que no sabe qué siente. ¿Cómo explicarlo entonces? Me siento feliz, triste... y raro.
Pero bienvenida sea la rareza. Mejor confundido por este maremagnum de sentimientos que, simplemente, estar triste por la muerte de tu hijo. Mejor, claro está, no entender tus lágrimas que saber que son de exacta tristeza.
Sabía(mos) que sería díficil (¿o es raro? ¿o quizás es extraño?) desempolvar besos de Samuel para posarlos en Paola, recuperar abrazos de Samuel para arrullar a Paola, desempaquetar caricias de Samuel para sentir a Paola...
Era eso. Es eso. Almas preparadas para sentir. ¿Qué esperaba? ¿No es acaso la mejor forma de vivir la vida?
¡Vaya lío!
Mejor medio feliz,
que medio triste.
Jueves 25 de agosto de 2.011
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