9 de agosto de 2014

A ti, mamá.

Escribo este post con mis ojos derramando lágrimas que no deseo contener. Mi alma deja salir recuerdos que atormentan y endulzan este presente que necesito vivir.

Cuando tuve que enterrar a mi hijo, y despedirme de su olor para siempre, a mi dolor como padre se sumó mi dolor como hijo. Ver a mi madre desconsolada por su también doble sufrimiento como madre y abuela clavó un profundo puñal en mí, provocando un ahogado quejío que ni siquiera el eco se atrevió a contestar. Las emociones superaron al raciocinio y la culpabilidad, quizás la responsabilidad, afloró impermisivamente, situándose en un primer plano que no le pertenecía.

Y lloré mucho. Por padre. Y por hijo.

Por eso mismo, el pasado 1 de agosto, cuando salí de paritorio junto a mi mujer y a mi tercer hijo, con tantas buenas noticias reposando en nuestra camilla, busqué intuitivamente los ojos de mi madre, de la abuela de Martín, para verle esa tranquilidad y ese brillo feliz en sus ojos que nunca debieron desaparecer, pero que un día, inmerecidamente, lo hicieron. Y así, cuando salí de paritorio, esperaba, necesitaba, el abrazo de mi madre, para entregarle tanto, para recoger tanto.

Gracias a tu capacidad para amarnos a mí, a mi mujer y a mis hijos, a tu ejemplo valiente, a tu entereza, hoy soy doblemente feliz. Disfruta de otro nieto más como mereces, sigue queriéndonos como tú sabes hacerlo y no dejes nunca de agarrarme la mano.

Te quiero mucho, no lo dudes nunca, aunque a veces no sepa demostrártelo como mereces. 


Sábado 1 de agosto de 2014 

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