8 de abril de 2011

Valentía

Todos coincidíamos. Las cuatro personas que estábamos en aquella estancia lo teníamos claro. Cualquier sentimiento diferente a la tristeza hubiera sido demoledor. 

El embarazo de Samuel fue tan feliz como cualquier otro. No sabíamos de su cardiopatía. En ninguna prueba nos detectaron nada. Fue al tercer día de vida. Y hoy nosotros, con la calma del tiempo como aliada, nos alegramos que así fuera. Porque esto nos dio la posibilidad de vivir un embarazo extraordinario. Tan ilusionante, esperanzador, largo, tierno, preocupante..., como el de cualquier otra pareja primeriza. Dos vidas invertidas en nueve meses. Imaginen.

Y es que cualquier noticia no hubiera cambiado nada. Simplemente, nos hubiera amargado la existencia. Porque ni siquiera hubiera servido para prepararse. No existen entrenamientos para sentir menos desgarro por la muerte de tu hijo.

Porque jamás hubiéramos tirado por la calle de en medio. Para eso, el médico nos tendría que haber dicho que no había ninguna posibilidad de que nuestro hijo sobreviviera. Con solo una, se hace obligatorio luchar. Nunca el egoísmo de unos padres debe negar las posibilidades de luchar a su hijo. El miedo a sentir tristeza, a que tu vida se desmorone, no debería nunca tomar una decisión tan trascendental. Eso es de cobardes. Y de injustos. Y de inhumanos.

En ningún momento hablo de asuntos religiosos. No creo que eso tenga que ver. No hablo de no cortar un embarazo por esos motivos. Hablo, escribo, de tener miedo al futuro porque no es tan colorido como esperaba. De eso hablo, sobre eso escribo.

La tristeza de perder a Samuel es inmensa. El vacío que queda en tu pecho no puede entenderse si no lo has vivido. Pero todo eso, de alguna forma o de otra, es llevable y superable. Vivir con la sensación de no haberle dado a tu hijo la oportunidad de luchar por su vida... eso... eso debe de ser una loza tan pesada que acabaría dando la cara por algún lado y convirtiendo tu presente en un infierno y tu futuro en una vuelta continua al pasado.

Nosotros estamos desgarrados. Nos está costando la propia vida dar pasitos. Pero estamos muy tranquilos. Y, además, somos mejores personas. Y nos consideramos seres afortunados. Porque unas cuantas noches de verano pudimos pasarlas en vela acompañando a nuestro hijo para que no sintiera soledad en su lucha. Y eso llena. Y eso compensa. Y eso calma.

No tengan miedo a la tristeza, amigos. Al final, con mucho trabajo, todos la convertimos en recuerdo. Las cuatro personas de aquella estancia coincidíamos: el tocólogo, el cardiólogo, mi señora y quien escribe. 


Te quiero esposa.
Contigo no tengo miedo.
Viernes 08 de abril de 2011

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